La Ventana de Trutruka

miércoles, octubre 10, 2007

Parábola de la vida profunda


Móviles, fértiles, sórdidos, plácidos, lúbricos, lúgubres... así somos algunos días... y uno nunca termina de aprender, de conocer, de sorprenderse. Minúsculo grano de arena en el universo. Somos nadie o casi.
“Un poema... volando en un rollito, sin rollos, evidemment!”, enviado por Gloria, amiga virtual, desde su Montreal hermoso. Se trata de “Canción de la vida profunda”, también conocido como “Parábola de la vida profunda”, de Porfirio Barba Jacob.
Éste es un poeta colombiano-paisa, nacido como Miguel Ángel Osorio Benítez, en Santa Rosa de Osos, Antioquia, en 1885. No fue Porfirio Barba Jacob su único seudónimo; otros fueron Juan Sin Miedo, Juan Sin Tierra, Juan Azteca, Junius Cálifax, Almafuerte, El Corresponsal Viajero, Ricardo Arenales, Marín Jiménez y alguno más. Peregrinó, opinó, polemizó y vivió a concho en varios países de América. Lo expulsaron de México, El Salvador y Guatemala. En Honduras vivió como cura. Además vivió en Costa Rica, Cuba, Perú y Estados Unidos. Se radicó finalmente en México, y falleció en 1942.
Dicen que fue bohemio, extravagante, apasionado, intenso, escandaloso, angustioso y muy sensual. Leo en una web "...siempre fumó cannabis, siempre estuvo enfermo, siempre echó sangre por la boca, siempre bebió alcohol". Cien por ciento, poeta.
(La imagen superior es una caricatura de Porfirio, hecha por Omar Rayo, pintor, grabador y escultor colombiano).


CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA

El hombre es una cosa vana, variable y ondeante...
Montaigne


Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver...
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!


Y eso...

miércoles, octubre 03, 2007

¡Adiós, 50 años, adiós!


“Todavía tengo casi todos mis dientes
Casi todos mis cabellos y poquísimas canas
Puedo hacer y deshacer el amor
Trepar una escalera de dos en dos
Y correr cuarenta metros detrás del ómnibus
O sea que no debería sentirme viejo
Pero el grave problema es que antes
No me fijaba en esos detalles”.

"Síndrome", de Mario Benedetti




Hoy cumplo, por última vez, 50 años. Ni mentira ni vanidad. A lo más, exceso de creatividad y entusiasmo lúdico.

Pero ya no va más esta adolescencia cincuentera y me preparo a recorrer los últimos tramos que me llevan a los sesenta.

No en vano, mi fiel negra Tomasa especula con el inexorable paso del tiempo. (¿O es el peso?).

Hoy más maduro, fantaseo con que, tal como cantaban Los Beatles, when I'm sixty four, dentro de algunos años, alguien me envíe una tarjeta el Día de los Enamorados, me felicite el día de mi cumpleaños con una botella de vino y no me regañe si alguna vez llego de madrugada. Oye, “podría quedarme contigo/ podría serte útil, / arreglaría los plomos/ cuando se fuera la luz/ tú podrías hacer punto junto al fuego/ saldríamos a pasear los domingos por la mañana/ cuidar el jardín, arrancar las malas hierbas.../ Cuando tenga sesenta y cuatro años...”.


Siempre maduro, fantaseo con que, tal como escribía el venezolano Simón Díaz, “si una potra alazana/ caballo viejo se encuentra/ el pecho se le desgrana/ y no le hace caso a falseta/ y no le obedece a freno/ ni lo paran falsas riendas”. Oye, “cuando el amor llega así de esta manera/ uno no tiene la culpa, / quererse no tiene horario ni fecha en el calendario/ cuando las ganas se juntan”.

Igual de maduro pero orgulloso, no pienso que alguien insinúe, tal como canta Alberto Cortés, que “si a partir de mañana decidiera vivir una vida tranquila/y dejara de ser soñador, para ser un sujeto más serio,/ todo el mundo mañana me podría decir: ‘se agotaron tus pilas,/ te has quedado sin luz, ya no tienes valor, se acabó tu misterio’". No!

Madurez y fantasía, proyectos y sueños, todo mezclado; amig@s, pan y vino en larga mesa, lecho ancho y generoso, y alguna buena compañía para solaz, sosiego y apaciguamiento del espíritu y, en general, de la musculatura entera.

¡Adiós y gracias vividos cincuentas! No seré Sabina pero sí puedo entonar junto a Serrat “de vez en cuando la vida nos besa en la boca”.

Y como hace unos años, me despido con el final de la Oda a la Edad, de Neruda: “Ahora,/ tiempo, te enrollo, / te deposito en mi/ caja silvestre / y me voy a pescar / con tu hilo largo / los peces de la aurora!”.


Y eso...

lunes, octubre 01, 2007

No sé casi nada de Rufina


A Perú, estos últimos meses le ha llovido sobre mojado. Primero, el terremoto de más de 7 grados en la escala de Richter, la noche del 15 de agosto, y que afectó en especial a la zona sur del país. Y, hace poco más de una semana, el Tsunami Fujimori que llegó a revolver aún más el panorama interno. Pero eso es harina de otro costal.

Más de trescientos mil personas quedaron en la calle, sin hogar, y cerca de cien mil viviendas quedaron dañadas y con problemas de habitabilidad. El terremoto despertó la solidaridad mundial y, por cierto, la chilena; aunque no faltaron los pat’e vaca que reclamaron arguyendo que, en vez de enviar ayuda a Perú, la destinaran a los agricultores afectados por las severas heladas de invierno.

Quien se puso con un acto solidario con el hermano pueblo peruano fue Quenita Larraín, la ex novia de Chile, de Bam Bam Zamorano y el Chino Ríos. Y porque “obras son amores” recibió el galardón Internacional Awards 2007, que en el vecino país se entrega a personalidades destacadas. Bien por Quenita!

No fue la única, en todo caso. Nuestro amigo Rolando Durán, poeta, narrador y voluntario cruzrojista- que el año pasado nos alimentó con sus crónicas sobre nuestros países de América del Sur-, hoy nos entrega un relato desde el corazón mismo de la tierra del Inca.

“No sé casi nada de Rufina. Su edad, su apellido, mucho menos su historia. Sé que vive en San José de los Molinos, en la provincia peruana de Ica. Una zona fuertemente afectada por el sismo que removió la vida de miles de personas en el llamado “Sur Chico” del Perú.
Vi la casa de Rufina, lo que quedó de ella. Más aún, creo que también me asomé a su vida, en una larguísima fracción de tiempo. Un instante de ésos que junta historias, una casualidad que se congela y se resiste a continuar con su ritmo, a abandonar el desenfado con el que cruza en medio de momentos trágicos o fútiles, anónimos. Esos instantes que fraguan algo, y que uno tiene la certeza que durará mucho tiempo antes de entender que fue.
Retomé mi vida de Cruzrojista después de casi 20 años de ausencia. Mis 10 años de voluntariado me marcaron por completo y orientaron mi futuro profesional, pero más allá de eso, le dieron una base a mi encuadre con la vida, a eso que uno podría llamar su humanidad. Por eso, en todos estos años de trashumante he llevado esa identidad particular, unas veces como un simple recuerdo, otras como una posibilidad que acecha o una deuda que retribuir. Luego que la casualidad me trajera de regreso, me he vuelto a integrar en un mundo de constataciones fuertes, de aterrizaje en la cotidiana realidad de personas y comunidades, de compromiso ineludible con principios y enunciados, que desbordan retórica, pero que se basan en una realidad terca, donde son más los que sufren y los que menos tienen, donde la historia condena y la exclusión y la injusticia social determinan quien lo pierde todo.
Ahí, en esa realidad me encontré con Rufina. Regresando de una misión de campo, para evaluar el impacto del terremoto y las posibilidades de comenzar la “recuperación”. Un grupo de vecinos detuvieron nuestro carro y pidieron ayuda. Confieso que al principio pensé que nos iban a pedir comida, vituallas o cualquier cosa de esas que la gente en su desesperación busca y trata de obtener cuando, la casualidad de nuevo, alguien se aparece por sus predios de olvido.
Pues no era eso, una señora comenzó a hablarnos de la anciana que vive al frente, quien sufre la engañosa ventaja de que el terremoto no derrumbó su casa de adobe. Lo que queda de ella, un oscuro cuadrado lleno de polvo y recuerdos, estaba agrietado y sostenido por alguna casualidad física, que no resistirá ni el próximo viento fuerte que baje de los cerros. Los vecinos armaron un pequeño refugio, hecho de estera, donde pusieron algunas pocas cosas.
En ese instante apareció Rufina, venía con una pequeña bolsa en su mano. Caminaba doblada, como arrastrando un cansancio viejo y pesado, pero familiar. Su rostro era oscuro, lleno de surcos duros y profundos. Su mirada no estaba, aunque sus ojos miraban con fijeza, con dolor y rabia. Miró las piedras con que los vecinos querían evitar que entrara en su casa. Entre suspiros y palabras confusas comenzó a subir las piedras, a quitarlas con sus manos, a maldecirnos a todos, a los que estábamos ahí, a los que un día estuvieron y se fueron, a los que murieron, y a los que ella no sabrá nunca de que manera la condenaron a vivir ahí, a vivir así. Natalia y Denise, mis colegas en la misión, se esforzaban por razonar con ella. También sus vecinos. Pero ella no quería abandonar sus cosas, sus animales, su familia. Todas esas cosas que habían encallado en su tiempo, en su alma, en su manera de mirar y vivir su casa. Y nosotros estábamos ahí, con nuestro terco raciocinio, tratando de mostrarle que no le quedaba nada, que era mejor salir.
Tomé a Rufina por la cintura y comencé a hablar con ella. A alejarla suavemente. Tomé también su mano y nos fuimos caminando. Hablábamos al mismo tiempo, caminábamos juntos y muy cerca, pero no era la misma calle, ni el mismo día. Ella iba en su tiempo sin terremoto, tratando de proteger su vida, sus querencias guardadas, evitando que se volvieran recuerdo.
Llegamos al refugio, ahí estaba su cama, su ropero roto y totalmente vacío. Una pequeña silla. Aceptó sentarse y me agaché a conversar con ella. Tome su pelo y lo acaricié. Rufina, todos te queremos mucho, fue lo más sensato que pude decir. Se lo repetí suavemente, muchas veces, mientras pasaba mi mano por su pelo. Quédate un día, por lo menos un día.
¿Como decirle que no tenía nada? ¿Cómo decirle que su casa no tenía valor, que era un peligro para ella? No pude hacerlo. Hasta que entendí que sus cosas las llevaba con ella, su familia, sus animales, los muebles que algún día fueron. Hasta que entendí la terca resistencia de esa mujer, que ese día me enseñó lo que es luchar, hasta que la razón se acabe, hasta que nadie entienda, hasta que la soledad se instale, con uno y con sus recuerdos, con esas cosas que tendrán valor toda la vida, aunque otros digan que ya no están”.


Y eso...